Pestañas

sábado, 16 de marzo de 2013

Ritual

Cada año igual, siempre lo mismo en las mismas fechas y a monótono ritmo.
Después de una noche en la que apenas se descansa de vivir emociones y pasiones, las campanas del reloj suenan despejando el último resquicio de Morfeo.
Primer día de mujeres llendo aprisa a la iglesia porque no se dieron cuenta del sonido de las carracas. Carracas que, simulando una lluvia infernal de granizos, sustituyen las oxidadas campanas y al rajado esquilón.
Ave María. Comienza la abuela a rezar sola mientras pela y corta las judías para el guiso. Siempre lo mismo.
Ese es el único día en que la matrona de la familia revive uno de los momentos que siempre estaban presentes en sus tardes de juventud. Coge el rosario que compró a un misionero que visitó el pueblo y empieza a pasar las cuentas. La familia pasa un escalón. Los nietos, sentados en las sillas, siguen el rezo con temblores en las piernas.
La tía y la madre abren los baúles del doble. Se encuentran todo descolocado, ya antes algún duende se habría probado la túnica en secreto.
Comienzan a planchar, con gran dificultad, metros y metros de sarga morada, blanca, negra y granate.
Los nietos y sobrinos están todos jugando a ver quién le da más fuerte a la pared con el balón o cómo la comba remueve los chinatos del suelo.
Cae el palio de la noche. Nerviosismos se apoderan de la casa como si de bandoleros fueran.
Primero los niños. Mete el brazo por la manga, súbete la túnica un poco con el cordón. Túneles de tela morada que parecen no tener salida o ser la salida demasiado larga y estrecha como para poder sacar la cabeza.
Sentaditos todos en aquellas sillas con el hondón de paja desentrelazada por el gato y con los pies colgando sin tocar el suelo.
Los padres y los tíos, algunos con túnicas y capas largas y otros de traje, cogen de la mano a los duendecillos de la familia. Tienen que estar temprano para coger el sitio en la fila de personajes con las mitras de los condenados por sus pecados.
Algunas de las mujeres de la familia acompañan a sus maridos y hermanos en tan anónima caracterización. Otras siguen en casa preparando con detalle y mucha paciencia los trajes enlutados, zapatos vertiginosos y velos españoles bordados a mano por agujas con solera. Con el rosario de carbón en la mano enlutada, como todo el conjunto, se disponen a andar con verdadera habilidad circense por el empedrado.
La abuela se asoma al balcón vestido de grana y oro al sentir los primeros temblores del terremoto apocalíptico. Pasan cirios apagados de colores litúrgicos portando velones que moquean quedando el pavimento con lunares.
Nadie conoce a nadie salvo la abuela que con sólo verlos andar sabe quién es su nieto, su hijo o la hermana de la vecina, Trini la "panaera".
Con la saeta al cantar. Todos los años igual. Manuel se sube al balcón a rezar. Sombras y luces pasan, se cuelan por las nubes de incienso y llegan a los ojos de la abuela. Ojos que ya no ven. Siempre lo mismo. Lloros y desconsuelos, la Semana personificada en mujer. Discreta, conservadora, bella, entrada en años. Salve Regina. Suenan las visagras de la iglesia. Otro año más.

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